El semáforo cambia a rojo… y es en ese momento en el que la cebra del paso peatonal y los espacios entre carros, motos y buses, que son reducidos por el tráfico característico de la ‘Ciudad Bonita’, se convierten en su pista de baile. Por cerca de 90 segundos rueda la música desde un parlante pequeño que, a pesar de estar un poco desgastado, emite un sonido tan potente que logra camuflar el rugido de los motores de automóviles y motorizados; ejecutan pasos de Break Dance, Hip Hop o simplemente lo que fluya con el ritmo de la canción que les suene. Con cada movimiento que hacen, vestidos de superhéroes, le regalan una sonrisa a un niño, entretienen a un adulto y se ganan la vida. 

A pesar de los sofocantes 28 °C de las mañanas de domingo, Robinson, Marina y Yaniel caminan desde el Centro de Bucaramanga hasta la esquina de la Carrera 27 con 35; se echan al hombro unas tulas lo suficientemente grandes para guardar los trajes con los que, respectivamente, encarnan a Batman, Pepper Potts (esposa de Iron Man) y al Capitán América. Sin embargo, este recorrido que realizan cada último día de la semana se queda corto si se compara con el largo y complejo camino, del que da cuenta el desgaste de sus zapatos, que han tenido que transitar desde que migraron de Venezuela. 

Cerca de 73% de los ciudadanos venezolanos que han llegado a Santander en lo transcurrido de 2022, decidieron asentarse en Bucaramanga, según estadísticas de Migración Colombia. La más reciente Encuesta Nacional sobre Condiciones de Vida (Encovi), elaborada por un equipo de investigadores de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y la Universidad Central de Venezuela (UCVla), mostró la gravedad de la situación humanitaria que atraviesa el vecino país: cerca del 95% de la población venezolana vive en condiciones de pobreza y 76,6% se encuentra en un nivel de pobreza extrema. 

A pleno rayo de sol, en esa esquina de la 27, Robinson, Marina y Yaniel recuerdan su travesía hacia territorio colombiano y se muestran dispuestos a contarla. Robinson expresa que “como dicen por ahí, cada quien tiene su historia. Pero a pesar de que las de nosotros, como venezolanos, comparten el dolor de tener que abandonar la tierrita, cada una comprende luchas diferentes. Cada venezolano tiene su historia”.

Robinson: la historia tras la capa de Batman

La crisis económica en Venezuela ha golpeado a toda la población, sin distinción alguna. Si bien, hay personas que gozan de más privilegios que otras, Robinson cuenta que incluso connacionales que, como él, podían acceder a más posibilidades al tener un título profesional, se veían en la obligación de ahorrar entre seis y ocho salarios mínimos para poder costear los gastos básicos de alimentación y vivienda: “Yo en Venezuela me gradué como abogado, completé mi carrera universitaria y mi esposa también, era docente, educadora; ya tenía once años de servicio y un buen sueldo. A pesar de que ambos trabajábamos, no alcanzaba para todos los gastos; para 2018 ya nos servía el dinero para ‘medio’ comer”. Al respecto, datos del Observatorio Venezolano de Finanzas señalan que en el vecino país la canasta alimentaria dolarizada alcanzó los $365; es decir que, para este año, aumentó en 29% con respecto a febrero de 2021. De igual forma, esta misma institución indica que a quienes ganen un salario mínimo sólo les alcanzaría para comprar 8% del valor total de la canasta. 

Robinson dice que, realmente, cayó en cuenta del riesgo que corría el bienestar de su familia cuando un día a su hijo se le dañaron las ‘cholas’ (como les llaman a las chancletas), y no contaba siquiera con la mitad del dinero para comprarlas. Asegura que, desde ese momento, a pesar de la nostalgia que lo invadió de sólo imaginarse dejando atrás lo que por años construyó de a poco, empezó a ahorrar para poder costear el pasaje hacia territorio colombiano; quería asegurar ese primer paso hacia lo que sería, para él, un presente todavía difícil, pero un futuro más esperanzador que el que le esperaba en su país. 

El abogado venezolano agarró sus ‘motetes’ y se fue a buscar suerte en Bogotá. Contó que, antes de llegar a Bucaramanga, decidió viajar sólo a labrarse oportunidades en medio del frío de la capital, con el anhelo de ahorrar lo suficiente para conseguir el dinero de los pasajes para sus tres hijos y su esposa: “Fue duro. Imagínate allá, con ese frío tener que dormir en la calle. Sin embargo, trabajé para ahorrar y pude traer a mi familia”. 

Para Robinson, era importante contar con cierta estabilidad para cuando llegaran sus hijos a Colombia; por eso, cuenta que su amor de padre en medio de las dificultades lo llevó a hacer cosas que nunca imaginó: “Definitivamente el camino es incierto. Yo decía, ‘es que no puedo traerme a mis hijos a pasar trabajo aquí, ni dejarlos solos en la calle. Ellos apenas son niños’. Me imaginaba que me decían ‘ay papá, tengo hambre, estoy enfermo’ y yo sin poder conseguir una moneda… Prefiero mil veces aguantarme el sol, el frío y el hambre, a que lo hagan mis hijos”. 

Al paso de cada palabra que pronuncia, a Robinson se le ‘encharcan’ más los ojos. “Yo digo que sólo quien lo vive, sabe realmente lo complicado que es”. Se le hace inexplicable entender cómo algunas personas aún afirman que lo que sucede en el país hermano es mentira, o “no es tan grave”, sin tomarse el tiempo de escuchar lo que, quienes lo han vivido en carne propia, tienen para contar. 

Marina: la historia tras el traje de Pepper Potts.

Ad portas de ingresar a su último semestre de enfermería, y de finalizar un curso en administración, Marina nunca pensó que la crisis en Venezuela la llevaría de desempacar de su maletín libros y herramientas médicas, a tener que sacar de una bolsa grande de tela, que todos los días, por el tamaño, lleva arrastrada por los distintos semáforos de la capital santandereana, las partes que componen un traje de elaborado de materiales reciclados con el que personifica a Pepper Potts. Proveniente de Valencia, la capital y ciudad más poblada del Estado de Carabobo, llegó a Colombia el 3 de diciembre de 2020. 

Estudios realizados por la ONG Acción contra el Hambre arrojaron que, si en Venezuela la escasez de alimento era el común denominador en hogares de todo el territorio nacional, la pandemia por el Covid-19 agravó esta situación. Datos de la organización indicaron que 10 millones de personas en América Latina, previo a la crisis sanitaria por el coronavirus, ya vivían en inseguridad alimentaria; y para 2020 esa cifra se triplicó. También, a partir de unas encuestas que realizaron a venezolanos en Colombia, determinaron que cerca de 98% de ciudadanos del país hermano no logran obtener el dinero que necesitan para cubrir sus necesidades básicas.

“No fue fácil llegar de Venezuela a Colombia porque, para hacerlo, tuvimos que vender muchas de las cosas que con mucho esfuerzo habíamos conseguido para el hogar. A pesar de eso, sólo recogimos 20 dólares, que únicamente nos sirvieron para comprar un pasaje”. Marina, con la mirada puesta fijamente en los vehículos que pasan sobre la concurrida 27 de Bucaramanga, recordando con lujo de detalles lo que tuvo que vivir desde que salió de su país, narra que “Para cruzar frontera nos hicieron correr muchísimo; cobraban 15mil pesos por cada uno para cruzar la trocha. No sé si en ese momento nos volvimos invisibles o qué, pero el señor que pasaba pidiendo el dinero nos tenía así, de frente como estamos tú y yo, y no nos cobró. Para nosotros fue un milagro de mi Señor”.

Ni siquiera se había cumplido el mes desde el día en que nació su hija menor, por cesárea, cuando se vio en la obligación de salir de Venezuela: “yo me vine prácticamente recién operada… Fueron más 25 horas de caminata”.  

Primero, Marina llegó a Cúcuta, pero tuvo que huir de la ciudad porque se enteró de que querían separarla de su hija: “tuve que salir prácticamente huyendo de allá, porque una muchacha quería quitarme la niña; estaba planeando llevársela con ella”. La angustia por la seguridad de su hija hizo corta la estadía en la capital Nortesantandereana; en la madrugada del 26 de diciembre de 2020 empacó sus cosas, y no dudó en irse, junto con su esposo, la bebé y su hijo mayor, lo más pronto posible. Ella sabía que su herida aún estaba fresca, y que tenía que continuar en reposo; pero, asegura, no le quedaba otra alternativa ante la posibilidad de que le arrebataran lo más preciado de su vida. 

“La travesía fue camine, camine y camine”. Ese 26 del último mes de 2020, salieron de Cúcuta, sin ni siquiera trazar un destino final; los atravesaba el miedo de perder a su hija, y la incertidumbre de no saber a qué otro lugar de Colombia iría a parar. “Caminamos y caminamos, hasta que en una parte del trayecto nos atendió Migración; estuvimos en un refugio dos días, hasta el 28 en la mañana. Luego continuamos caminando… hubo momentos en los que empezaba a llover fuerte, y cuando llegaba la noche yo le decía a mi esposo ‘no puedo seguir caminando, está lloviendo, los niños se van a mojar, a enfermar’. Sin embargo, tocábamos puertas y era como si el Señor las abriera”, dice conmovida. 

Marina y su esposo vieron como una camioneta, “nuevecita” pasaba frente a sus ojos. Su compañero se motivó a pedirle que parara para preguntarle si ‘les daba una mano’ con parte del trayecto, a ver qué pasaba. “Yo vi ese carro dije ‘no, ese señor no va a parar’, y paró. Le di lo que tenía, que era para comprar mi comida, porque prefería aguantar hambre antes que se enfermaran mis hijos; solamente aceptó llevarme a mí y a los niños, a mi esposo no. Entonces le dije ‘listo, no hay problema, él es adulto y va acompañado de un grupo grande de personas, se pueden mojar y se seca cuando llegue a algún sitio donde pueda hacerlo… Y nos dieron un aventón hasta Pamplona”. 

Marina llegó a ‘la ciudad universitaria de Colombia’; allí, en un refugio, sus hijos recibieron las vacunas que les correspondían por edad y a los tres les hicieron controles médicos. “Mi esposo y las personas que lo acompañaban llegaron seis horas después de mi”; luego de esto, cuenta el que fue uno de los momentos en los que más temor ha sentido en su vida: “Me revisaron y en ese momento yo ya tenía las defensas muy bajas. Me dio crisis de hipotermia; tenía las manos estaban heladas y no sentía la lengua, entonces más médicos empezaron a verme porque no podía comer bien”. La noche anterior, la habían pasado en el puente que se alza sobre el río Pamplonita; y, como si ya no fuese suficiente la tribulación, producto de los choques del frío en su cuerpo por la intensa brisa de esa madrugada, la herida de la cesárea empeoró.

Marina tuvo que guardar reposo por unas horas; le regalaron unos ponchos y continuó caminando junto a su familia. Mientras recuerda y se le escapa una lágrima, expresa su deseo de que “ojalá que, si se van de Venezuela, ningún compatriota tenga que caminar… Me dio pánico mientras lo hacía porque pasaban las mulas muy cerca nuestro. No le deseo ese susto a nadie”. 

Eran las seis de la mañana, y empezaba a disiparse la neblina; sin embargo, sus hijos se empalidecieron por el clima y la exigencia del trayecto, por lo que vieron pasar una buseta Lusitania y lograron pararla:yo tenía 18mil pesos, entonces le dije al conductor que me aventara, a mí y a los niños, hasta donde él iba, porque en un primer momento se negó a subir a mi esposo. Aceptó. Yo sólo pensaba en que no sabía hasta dónde iba a llegar… Si iba a parar a un pueblo, cómo era, quién me iba a recibir, nada…”. Fue tanto el nivel de incertidumbre que caló en ella en ese momento, que le trajo un desconsuelo que jamás había sentido tan a flor de piel: “apenas puse un pie en la buseta empecé a llorar. Era un llanto que no podía parar porque mi cuerpo no daba para eso. Entonces el señor de la buseta me pregunta ‘Pero ¿quién es él? ¿Por qué llora tanto?’; me dijo “allá hay personas que la van a recibir”, a lo que le contesté que no conocía a nadie”. Finalmente, el conductor decidió arriesgarse y llevarlos a los cuatro escondidos en el vehículo, “porque si nos pillaban en un retén nos iban a bajar; no llevábamos papeles, nos robaron los documentos, pero gracias a Dios llegamos aquí”. 

Aunque agradece a quienes le han tendido una mano y han sido su apoyo durante casi un año desde su llegada a Colombia, el sueño de Marina es regresar al país que la vio nacer y crecer; “y finalizar mis estudios, porque migrar implica empezar de nuevo, desde cero… Y mi deseo es que, si puedo regresar a mi país, no tenga que caminar de vuelta”.

Yaniel: la historia tras el armazón de Capitán América

La campana y la melodía que anunciaba el paso del carrito de los helados recorría las calles de Maracay, en el Estado de Aragua, acercaba a niños emocionados por saborear su paleta favorita. Hoy, ya no es manejando su carrito sino bajo un traje con el que le da vida al Capitán América, que a Yaniel se le aproximan niños con un ‘choca las cinco’ o una sonrisa, ahora tras el tapabocas, junto con una ayuda monetaria. Desde hace más de tres años llegué acá. Mi proceso fue un poco diferente al de Robinson y Marina porque en Venezuela también trabajaba en la informalidad. Me vine a probar, a ver si conseguía trabajo”. 

Los amigos de Yaniel, que tiempo antes habían migrado y estaban repartidos por toda Colombia, lo llamaban para contarle cómo la estaban pasando; unos le decían que estaban mejor que en Venezuela, otros que igual, por lo que él finalmente decidió llegar a la ‘Ciudad Bonita’ para poder comprobarlo y contarlo desde su propia experiencia. Fue reuniendo, poco a poco, de lo que ganaba con los helados para costear el pasaje de Maracay hasta San Antonio del Táchira, ciudad por la que pasan diariamente, según calcula la Prensa de Lara, entre 700 y 900 venezolanos hacia territorio colombiano. “Me vine nada más con lo del pasaje. Después pasamos a Cúcuta y, desde ahí a caminar y esperar a ver cómo nos iba”.

Yaniel, junto a un grupo de más o menos quince personas, caminaron durante varios días; no sabe exactamente cuántos, pero calcula que fueron más de 8. Ellos no corrieron con la suerte de ‘agarrar’ una mula. 

“El trayecto fue rudo. En el Páramo de Berlín tuvimos que dormir tres noches en la calle, pero gracias a Dios en una gasolinera nos prestaron unas sábanas, y lo que aquí le llaman ponchos, para conservar el calor”. Los de la gasolinera les dijeron “no chinos, no vayan a dormir ahí que les puede dar algo, mejor métanse a los baños que tenemos acá; acomódense adentro, que los bombillos que tenemos encendidos les van a ayudar”.  

Apenas terminó de relatar ese momento de su travesía, Robinson le respondió: “fue duro”, y empatizó con él; Yaniel le contestó que, si bien lo fue, trata de verlo más como “una experiencia” y da cuenta de cómo ‘chalequear’, en su momento, le permitió sobrellevar, y sobrevivir, a la dificultad del recorrido: “vi muchos paisajes hermosos, compartimos mucho. Éramos un grupo grande de venezolanos, entonces eso era un chalequeo de lado y lado; bromeábamos mientras caminábamos y decíamos “por culpa de Maduro es que estamos caminando bajo este poco e’ sol”, y así intentábamos olvidar las cosas…”. 

Así ha sido la vida en Bucaramanga…

Finalmente, la buseta de Lusitania hizo su stop en Bucaramanga. Marina y su familia llegaron a la ciudad un 30 de diciembre; recibirían el 2021 en medio de lo incierto, y acompañados de la nostalgia de tener que pasar estas fechas lejos de sus seres queridos; pero con la fe puesta en que, de alguna manera, podían empezar de cero y asegurar un destino mejor para sus hijos: “durante esos últimos días del año tuvimos que ‘retaquear’ en los semáforos. Logramos estabilizarnos en un hotel del Centro durante tres meses y medio, como hasta mitad de febrero, porque teníamos que conseguir 25mil pesos diarios, lo cual nos era complicado. Luego mi esposo consiguió el trabajo con los disfraces, y después entré yo a laborar con él”. Marina relata que le dijeron que, si iniciaba, tendría que portar por un tiempo el Traje de superhéroe adecuado al cuerpo de un hombre; sin embargo, ella, como cuenta, “se le medía a todo”. No obstante, luego de un mes de empezar a recorrer los semáforos más transitados de Bucaramanga con su traje, en ese entonces de Iron Man, la herida de la cesárea se le inflamó por el peso del traje que, como narraba Robinson, está hecho de un material plástico de varias capaz, resistente a altas temperaturas, y tiene por dentro un circuito eléctrico que funciona gracias a una batería de moto, que decora con luces de colores cada disfraz. “Con la plata que pude hacer en ese primer mes que estuve con el traje, como tenía que seguir trabajando sin hacer tanto esfuerzo físico, me compré una chaza, y empecé a trabajar en eso en el Centro de Bucaramanga”. 

Para finales de abril de 2021, con el inicio de la jornada de protestas por el Paro Nacional, Marina afirma que con los hechos de violencia que se presentaban, cerca al lugar donde ubicaba su chaza, peligraba su seguridad en las calles.

“Las ventas disminuyeron porque las personas ya no salían, les daba miedo; entonces me dio miedo con los niños también, ya que me tocaba llevarlos conmigo, no tenía con quién dejarlos. Decidí resguardarme, no trabajé por un tiempo. Aunque algunas veces salí a retaquear por Más × Menos de Cañaveral para ayudar a mi esposo, sólo lo hacía un día a la semana porque no tenía quién cuidara los niños«

 

Para junio de ese mismo año, su esposo le dijo que se estaba fabricando un traje que se adaptaba al cuerpo de una mujer; según cuenta Robinson, la elaboración del traje les tomó alrededor de un mes. “Apenas lo terminaron decidí lanzarme al ruedo definitivamente… Y ya llevo otro mes en esto”.

Para Yaniel, iniciar “fue difícil, porque duré seis meses trabajando en las calles de Bucaramanga como reciclador. En ese momento, mi esposa estaba embarazada, entonces tanto ella como el futuro de mi hija dependían de mí”. A los siete meses de vivir en la capital santandereana, mientras transitaba con su carro de reciclaje sobre la Carrera 34 con 33, vio a su paisano Robinson bailando; charló con él por un rato, y le preguntó si podía trabajar con él. Robinson memora esa ocasión y cuenta: “Yo le dije ‘¡Claro!, vamo’ a apoyarno’ en eso. Y desde ahí le recuerdo, cuando se quiere echar pa’ atrás, ‘hermano trabaje siempre, tiene que luchar por su familia’”. 

“Esto lo vemos como un trabajo”, dicen. Todos los días se levantan a las seis de la mañana, o antes; salen de su casa hacia los semáforos sobre las ocho de la mañana, “al mediodía almorzamos, descansamos un rato y seguimos trabajando”. Los tres concuerdan en que cuando el día está pesado por el tráfico, normalmente los lunes, bailan hasta las 9 o 10 de la noche. Robinson cuenta que “es difícil, pero no imposible. Yo tengo que salir todos los días para conseguir esa plata; al dueño del arriendo no le puedo decir ‘no vecino no tengo el dinero porque no trabajé’, no. Tengo que asegurar el bienestar de mis hijos: dónde dormir, un sitio para comer, qué comer…”. 

En cuanto al apoyo que han recibido, Yaniel relata que se ha encontrado ‘un poco de todo’, pero que, afortunadamente, siente que ha sido más el apoyo que le ha llegado que las puertas que le han cerrado: “así como hay gente que te puede ofender sólo por tu nacionalidad, sin conocerte, y te puede bajar los ánimos, también hay personas que sólo con una palabra te mejoran el día. Agradecemos la colaboración con el dinero, pero, de igual forma, para nosotros vale mucho recibir un ‘chino lo está haciendo bien’ o ‘chino esta bonito el traje’. Eso ya le sube el ánimo a uno”. 

Debajo de los trajes de superhéroes de estos tres venezolanos, y de la batería de moto que se ubica en todo el pecho del enterizo del disfraz, late un mismo anhelo: retornar a Venezuela para poder dar continuidad a los sueños que empezaron a construir, para poder volver a abrazar a su familia y para continuar escribiendo esas historias que, en su tierra, quedaron en puntos suspensivos.

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